Uno

Empezaba a anochecer y el viento afuera se hacía cada vez más presente en el interior de la casa, se introducía por las rendijas produciendo un sonido inquietante que a veces parecía un silbido, a veces el estertor de algún animalejo muriendo entre las primeras sombras de la noche.

Cerré del todo la última ventana y me dispuse por fin a subir al altillo. La luz era cada vez más tenue. Lo cierto es que siempre sentía cierta pereza en llegarme hasta allí aunque las escaleras no eran muy empinadas, pero una vez arriba, cuando me asomaba por las ventanas y ante mí se desplegaban los tejados de las casitas de alrededor, la visión era tan encantadora, que una podría estar un buen rato elucubrando sobre qué historias se encerrarían bajo aquellos tejados, qué misterios tal vez, o qué tragedias, cuando lo más probable es que no ocurriese nada relevante en la vida de sus habitantes, como suele ocurrir a la mayoría de los mortales.

Una vez arriba, encendí la vieja lámpara pues la noche se derrumbó de golpe, y empecé a buscar.

Hace años mi madre, casi como quien no quiere la cosa, nos comentó a mis hermanos y a mí, que la abuela en realidad había sido una persona muy desconocida para la familia pese a su merecida fama como pintora, pero nadie preguntó el porqué de esa afirmación ni nos produjo la menor curiosidad, quizás porque siempre había sido una señora callada y discreta, eso sí, tenía a veces una mirada tan penetrante que a nosotros, unos niños entonces, nos producía cierto miedo.

Más tarde, ya adultos, durante unas vacaciones en la que los hermanos con sus respectivas parejas e hijos nos reuníamos junto al mar en esta casa ya vetusta, alguien recordó aquellas palabras de nuestra madre, y en aquella ocasión sí nos preguntamos qué habría querido decir con aquello. Pero el sol, el bullicio de la casa, la brisa del mar, todo lo que nos rodeaba era tan despreocupado y feliz, que semejante ambiente no era propicio para reflexiones de ese tipo, de modo que una vez más, aparcamos a la abuela, sin más.

Pasaron las vacaciones. Todos marcharon a la ciudad a sus trabajos respectivos. Yo me quedé para resolver algunos asuntos pendientes en el pueblo, y entonces la frase de mi madre empezó a bailar otra vez dentro de mí, como si quisiera llevarme a alguna parte.

No sabía en realidad qué es lo que tenía que buscar ni dónde, pero se me ocurrió que el mejor sitio para empezar era el altillo donde me encuentro ahora con cierto sentimiento de curiosidad e incertidumbre y algo parecido a la sensación de violar algo sagrado caso de encontrar algo interesante sobre mi supuestamente desconocida abuela. Tal vez alguno de sus bocetos inesperadamente olvidado por ella.

Hay mucho polvo y trastos por doquier, objetos que han formado parte de la historia de nuestra familia ya pasados de moda, de modo que estoy a punto de abandonar mi propósito.

Sin embargo, siempre ha sido un acusado rasgo de mi carácter la obstinación acompañada en este caso de la curiosidad ya que mi madre, pienso, por alguna razón diría aquello sobre mi abuela.

Sobre ella, aparte de su penetrante mirada, tengo un recuerdo preciso y vago a la vez.


Veo con claridad su hermoso pelo blanco de anciana recogido en la nuca dándole aquel aire tan señorial, sus andares rectos y decididos, sus prudentes silencios en acontecimientos difíciles para la familia, sus uñas tan bien cuidadas... fue una mujer bella e interesante... sí, es la primera vez que verdaderamente me daba cuenta de ello. ¡Y hacía ya años que había muerto! Pero recuerdo vagamente su voz cuando llegaba a la casa estival para pasar algunos días con nosotros. Desempaquetaba una a una, con gran esmero, las cajas con los regalos que siempre nos traía para aquella ocasión mientras nosotros, impacientes, no veíamos la hora de que terminara con aquel rito anual. Se encerraba después en su habitación, y a la hora de la cena, bajaba con su elegante vestido negro y su enigmática sonrisa mientras dirigía alguna que otra fugaz mirada a mi madre. Y yo me pregunto ahora, después de tantos años, qué habrían significado aquellas huidizas miradas.

Conforme la voy recordando en esta tarde como parada en el tiempo, voy presintiendo que, efectivamente, había sido una total desconocida para nosotros y que pronto, tal vez, podría descubrir su auténtica personalidad.

Después de embadurnarme de polvo y telarañas encontrando aquí y allá retazos olvidados de nuestras vidas, tengo en mis manos una especie de grueso cuaderno escrito con letra grande y firme. Debajo hay varios iguales.

Empiezo las primeras líneas que dicen así:

Por fin ha llegado la orden Es mi primer encargo y a pesar de los nervios, tengo la firme convicción de llevar a cabo mi propósito. Espero que mi impericia en estos asuntos no estropee la operación.

Recuerdo perfectamente, con toda nitidez, cómo ocurrió todo.

Estábamos René y yo esperando en la cola del autobús, no había manera de encontrar un taxi, cuando pude notar que alguien me observaba detenidamente aunque con disimulo. Yo, a mi vez, miré con el rabillo del ojo y vi que era un hombre alto, bien parecido, vestido con estudiado desaliño, lo que le daba un cierto aire bohemio. No parecía excesivamente mayor, tal vez tendría unos cuarenta y pico años. En ese momento llegó el autobús y ya en su interior, con el mismo disimulo de antes, traté de localizarle pero no me fue posible, o no había subido como todos los de la cola, o alguien le tapaba de tal forma que me impedía su visión. No le di más importancia al asunto y un poco más tarde, nos encaminábamos hacia nuestro hogar con cierta prisa pues el cielo amenazaba lluvia.

Nuestra casa, aunque no lujosa, me resulta siempre irresistible, no puedo estar mucho tiempo fuera de ella. Acabo dándome cualquier excusa para encerrarme entre sus muros, y sola, o en compañía de mi querida hija, aún muy pequeña, y de mi marido, poder dedicarme a aquello que tenga entre manos en ese momento que suele ser algo relacionado con la creatividad, no en balde mi padre nos inculcó el respeto y el amor por todas las Artes, animándonos a que sin miedo ejerciéramos de alguna manera alguna de ellas, aunque solo fuera como mera distracción.


En esos días, estaba yo muy interesada en finalizar por fin un cuadro que me había resultado en un principio algo arduo de concebir, por lo que me fui directamente al estudio y me enfrasqué completamente en mi tarea ya que la exposición donde sería mostrado no tardaría en celebrarse. Había logrado, en un tiempo relativamente corto, cierta notoriedad en el campo de la pintura y mi carrera se prometía cada vez más exitosa.

Pasaron varios días cuando una tarde, saliendo hacia la Galería, lo vi frente a nuestra casa como paseando por el lugar que René y yo llamábamos algo pretenciosamente “el parque”, pues no es más que un pequeño recinto, eso sí, arbolado, que afortunadamente tenemos frente a ella.

Nuestra ciudad en esos momentos estaba en una situación delicada debido a la inminente guerra contra Alemania pero aún así, no sentí nada parecido al miedo al ver a aquél hombre vigilándome otra vez pese a sus esfuerzos evidentes por no ser descubierto.

Caminé lo más aprisa posible para encontrar un taxi, cosa bastante difícil a aquella hora, y cuando al fin lo conseguí, por el espejo retrovisor pude ver cómo el hombre se adentraba en el parque, alejándose así de nuestra residencia.

Soy muy curiosa y mi fantasía durante el trayecto empezó a desbocarse elucubrando con toda clase de teorías. ¿Sería un futuro ladrón sopesando las posibilidades de introducirse en nuestra casa en un descuido? Esta posibilidad no me parecía muy plausible pues aunque no se deba una nunca fiar de las apariencias, el aspecto de aquel hombre no parecía dar a entender que se tratase de un delincuente. ¿Se trataba quizás de un tímido admirador al estilo antiguo, contemplando de lejos a su admirada amada? Me burlé de mí misma ante tal suposición. Aunque aún no soy ni mucho menos todavía mayor y sé que soy una mujer atractiva, no me atraen cierto tipo de devaneos femeninos, hay otros mucho más interesantes y sutiles, y creo improbable que algún hombre se hubiera sentido subyugado por mis encantos actuando supuestamente de esa manera tan novelesca. ¿De qué se trataría entonces?

Llegué así a la Galería y los asuntos tan importantes sobre la próxima exposición coparon totalmente mi atención por lo que no volví a pensar en el misterioso hombre. Al salir de allí, ya anochecía sobre las cabezas de los transeúntes.

René no pudo ir a buscarme debido a alguna ocupación de última hora así que me encontraba dudando si tomar otro taxi o dirigirme hacia la parada del autobús cuando le vi de nuevo. En ese momento, el miedo atajó la entrada de mi garganta sin darme tiempo a pensar en nada más.

Cuando llegué a casa, todavía turbada, René no había llegado todavía. Caterine estaba ya dormida y yo, con las habitaciones en completo silencio, pensé por un momento si no me estaría volviendo aprensiva y completamente tonta sin ningún motivo.

Para confirmarme a mí misma que mis temores eran absurdos, me asomé discretamente a la ventana, y tras un árbol pude distinguir parte del ala del sombrero de aquel hombre.

Un poco más tarde, sonó el timbre del teléfono.

-¿Digame?

-¿Señora Duvalier?

-Al habla, ¿Quién es?, contesté con cierta aprensión.

-Eso no importa ahora, señora. Esté usted mañana por la mañana a las once en punto en la puerta trasera del bar que hay dos manzanas más abajo de su casa. No falte por favor, y no comente esto con nadie en absoluto, ni siquiera con su marido.

El sonido de la voz se cortó bruscamente. Yo colgué a mi vez, temblando y con mil preguntas en la cabeza.

Cenamos hablando de cosas triviales y me fui pronto a la cama aduciendo que la Exposición me tenía nerviosa y con dolor de cabeza pues ya había tomado la decisión de acudir a la cita con el hombre del sombrero gris.

Teníamos por entonces, una señora algo mayor, la señora Maude, que se hacía cargo de las labores de la casa y de mi pequeña hija, si era necesario. Tomamos rápidamente el desayuno, siempre copioso en nuestra casa, y por suerte René tuvo que salir temprano, de modo que a las 10 55 me encaminé vacilante al punto de encuentro indicado por el hombre, diciéndome a mí misma que realmente me había vuelto completamente loca actuando de la manera como lo estaba haciendo. Estoy trastornada, trastornada, me decía, sentía como que el tiempo se había ido, que me hallaba en un espacio absolutamente nuevo y desconocido. Era una sensación muy extraña.

Cuando llegué se hallaba de espaldas, y al girarse al oír mis pasos me sorprendió agradablemente su semblante.

Se trataba de un hombre de unos cuarenta años tal como le había calculado en el autobús, de recias espaldas y alta estatura, muy bien parecido, con una cabeza interesante- siempre consideré importante la forma de la cabeza tanto en hombres como en mujeres- y un acento al saludarme que no parecía francés. Me quedé quieta y en silencio esperando su siguiente paso.

Al fin lo avanzó.

-Señora, lamento profundamente presentarme de esta manera, pero pronto lo entenderá usted a la perfección si se aviene a venir conmigo al lugar donde le pueda explicar el por qué de mi llamada. Le agradezco enormemente que haya venido ya que no me conoce de nada, es usted valiente, cosa que ya sabíamos. Gracias otra vez.

A esas alturas, la curiosidad por mi parte era ya tan grande que asentí mientras pensaba en porqué habría dicho “cosa que ya sabíamos”. ¿A quién se estaría refiriendo al emplear el plural?

Tomamos un taxi, y durante el trayecto hacia la dirección que dio al taxista, un barrio por cierto algo alejado de nuestra casa, apenas dijo nada y yo, dudando si ordenar de repente que parara, que me bajaba allí mismo sin más, o si proseguir con aquella locura, tampoco pregunté nada suponiendo acertadamente, como pude comprobar después, que aquel hombre no contestaría a mis preguntas en el interior de un transporte público. Pero, ¿Por qué me estoy divirtiendo tanto? me preguntaba mientras observaba los dedos de sus manos que me parecieron extraordinariamente largos y que olía a colonia cara. Mientras tanto, mi pecho ardía.

Por fin llegamos a nuestro destino, una casa bastante aislada de una sola planta, rodeada de un jardín hermoso pero umbrío para aquella época del año. Cruzamos en silencio el umbral del portón que ocultaba su interior.

Un hombre con aspecto de mayordomo nos hizo pasar a una sala, casi se diría que aristocrática por como estaba decorada, y sin más demora, apareció por otra puerta situada frente a nosotros, otro hombre cuyo físico me pareció, no solamente parecido al que me había conducido hasta allí, sino realmente impresionante.

Tenía el mismo porte que el de mi hasta entonces acompañante, pero su rostro, con aquella nariz aguileña, su mirada penetrante, y aquellos dedos tan largos tendidos educadamente hacia los míos, me impresionaron profundamente a la vez que tranquilizaron mi ánimo al comprender que no me había metido en casa de gente dudosa sino en la mansión de alguien verdaderamente digno y, además, parecía que importante.

-Señora, estamos verdaderamente encantados de que una persona como usted se haya dignado conocernos, sin más preámbulos.

Permítame que me presente: soy el Conde de Sentienne, Embajador en España de nuestro país, y si me permite, pese a la temprana hora, puedo ofrecerle un té mientras le explico el por qué de esta cita tan fuera de lo común.


Aquel hombre era igual que el tío Luis, vaya estilo…hay un actor…me miraba de frente pero con timidez y aquello me hizo sentir bien. En un instante me encontré a gusto con aquellas personas desconocidas.

Tomó mi codo educadamente y me empujó suavemente hacia la habitación contigua, un comedor verdaderamente acorde con todo lo que estaba viendo a mi alrededor.

Yo seguía en expectante silencio mientras me fijaba disimuladamente en todo el arte que allí había acumulado, sobre todo en las pinturas, naturalmente, que eran de una calidad extraordinaria.

El té fue servido con delicadeza y sencillez por una mujer mayor con aspecto de ama de llaves o algo parecido. Cuando ésta cerró la puerta discretamente, el Conde empezó a hablar.

-Bien, expuso sin más rodeos. ¿Estaría usted dispuesta a morir por su patria si fuera absolutamente necesario?

Casi me atraganto al escuchar semejante pregunta a bocajarro mientras mi corazón empezaba a latir con fuerza.

-No sé qué quiere decir exactamente señor Conde, emití con un hilo de voz.
-Exactamente lo que le he preguntado. Piense y conteste, por favor. Tómese su tiempo, naturalmente.

En aquellos segundos antes de contestar, cruzaron por mi mente una legión de imágenes durante tanto tiempo sepultadas.

Eran como flashes que me hacían revivir las terribles experiencias pasadas en otra época, experiencias de miedo y muerte, de deseos de venganza que nunca pude ver cumplidos.

Saber de mis padres vejados, probablemente con el futuro completamente cercenado, sin poder saber nada de ellos, niños asesinados sin compasión, mujeres violadas...

España sumergida en un desatado odio feroz... yo, arrancada de mi madre para salvar mi vida, mi madre, mi madre...

Y antes de que me diera cuenta, con el mismo hilo de voz, estaba dando el sí, sin más, a aquel hombre al que acababa de conocer y del que solo conocía, hasta el momento, sus exquisitas maneras y su imponente casa.

-Bien.-se reclinó en la espalda del sillón, aliviado-No esperaba menos.

Conocemos su pasado. Sabemos que su apellido no es en realidad Duvalier, sino que lo ha tomado de su marido, para así tal vez pasar más desapercibida. Que usted y su familia han vivido un calvario durante muchos años, y que es usted una persona, no solo de elevada valía artística a pesar de su juventud, sino con gran categoría humana, valiente, inteligente, decidida y absolutamente fiel a sus principios, principios que compartimos totalmente.

Sabemos también que está casada con un francés, Profesor de Universidad, con el que tiene una hija de tan solo un año de edad con la que contamos, naturalmente, no es usted una madre que “aparque” a su hija así como así.

Mientras hablaba con la pronunciación suave de las gentes muy educadas, me taladraba con su mirada y pude ver en el fondo de sus ojos, muy, muy escondido, un gran sufrimiento, era como si me estaba abrazando con aquella mirada que no tenía nada que ver con la piedad, sino con la comprensión del que también ha vivido en otra época experiencias semejantes.

Me encontraba pues ante un” hermano”, pensé, pues si algo une a las personas es el dolor que se sabe ha sido el mismo para todos.

Y allí estaba yo ahora dispuesta a todo, sin que mi marido tuviera la más mínima idea de dónde me había metido. Yo, la “otra”, la que se escondía en los recuerdos taponados a diario para soñarlos solo en la oscuridad protectora de la noche, acababa de aparecer unida a una gran emoción.

Cuando salí de allí algo aturdida, todavía resonaban en mi interior las palabras: “Recibirá pronto nuestras instrucciones”.

La orden me llegó ayer, y aunque apenas tuve tiempo de organizar mi escapada, finalmente logré hacer creer mi necesaria ausencia de casa por unos días sin que se sospechara nada anómalo.

¡Tenía que ir a pintar!, me ordenaron. Pintar algo que, al no ser todavía expuesto al público, sería una obra completamente secreta, y una vez terminada, su destino sería... No se me dijo de momento nada más. La Exposición que tenía a la vista sería pospuesta en su momento, sin problema. Nadie preguntaría nada.

Soy pintora de un secreto, me dije. ¿Cómo se expone a la luz un secreto sin que deje de ser tal? hacer cómplice al espectador del secreto planteado... el placer del mal oculto expuesto en un lienzo sin riesgo de que el espectador sea descubierto… el mal fuera sin ser visto en su interior, mi mal, el de todos, compacto o evanescente, sin poder verlo ni tocarlo, solo pensarlo…

Mi primera preocupación fue cómo pintar un cuadro en los pocos días que se me daban para realizarlo.

Después, no dejé de preguntarme el por qué de algo tan absurdo como el que un cuadro mío, absolutamente desconocido por todos, tuviera al parecer la suficiente importancia como para, cuando menos, poner en peligro mi vida.

Llené una pequeña maleta con lo imprescindible, cogí mis pinceles y demás trebejos de mi oficio, todo lo necesario para Caterine, pues puse como condición llevarme conmigo a mi hija allá donde tuviera que ir, y le dije a René que no era necesario que nos llevara. Se suponía que me iba a una pequeña cabaña que teníamos a las afueras de París para concentrarme mejor para la próxima exposición, cosa que de vez en cuando hacía realmente.

Unos segundos después, estaba subiendo al coche que me esperaba en la esquina de la otra manzana con el hombre del que todavía ni siquiera conocía su nombre.

Y así empezó todo.

Me llevaron a escondidas a un lugar que no pude visualizar porque me taparon la cara completamente con una especie de venda. Deduje que no era un lugar muy lejano por el tiempo que empleamos en llegar, y cuando así lo hicimos, al bajar del coche y con la venda quitada, pude constatar que estábamos todavía en París pues reconocí sin duda alguna, no el barrio, pero sí el color y forma de las fachadas de las casas, incluso ese imperceptible olor que hace de las ciudades ser reconocidas como propias.

Más tarde, me ofrecieron algo de comer aunque todavía era algo temprano, y enseguida me condujeron al que sería en esos pocos días mi estudio, con Caterine que dormía todavía, por suerte, a consecuencia del traqueteo del coche.

Todo daba la impresión de que estaba prisionera. Se trataba de un amplio recinto con todo lo necesario para el cometido de un pintor.

La luz era extraordinaria y el silencio total, por lo que desapareció enseguida mi primera impresión desagradable.

Me acerqué con timidez al lienzo. Enseguida entró una niñera, eso me pareció, explicándome a reglón seguido que se ocuparía de la niña para que yo me pudiera concentrar y no tuviera que interrumpir mi trabajo. Estaría en la habitación contigua. La podría ir a ver a cuando quisiera, que no me preocupara en absoluto. Di instrucciones sobre su alimentación etc. y aprovechando que aún dormía, me dispuse a comenzar mi trabajo.

Tenía delante de mí una reproducción de la Gioconda, tan perfecta que casi podría parecer el cuadro auténtico.

Éste ya había sido escondido antes de que entraran los alemanes en París. Más tarde, pude saber que se lo habían llevado al castillo de Chambord, al Sur, a unos venticinco kilómetros de París, y posteriormente, que la habían trasladado al castillo de Amboise y luego a la Abadía de Loc-Dieu.

Hacía algún tiempo que no me pasaba por el Louvre. Me preguntaba pues, si no estaría delante de la copia que se dejó en el Museo para de alguna manera no dejar a los franceses sin ella. Pero no, eso no podía ser. ¿Qué enigma era aquél?

Dejé mis pensamientos y volví la vista al cuadro.

En él tenía que plasmar algo insólito, me dijeron, su imagen universalmente conocida pero ¡Con lágrimas¡ Sin tocar para nada ningún otro aspecto de su rostro, de manera que su sonrisa permaneciese intacta.

Cuando oí por primera vez la “orden” me quedé estupefacta.

¡Monalisa llorando!

¿Cómo iba a poder modificar la obra de Leonardo de tal manera que se pensara sin lugar a dudas que también era obra suya este “tercer” cuadro?...

¿No sabían ellos que, según uno de los estudiosos de Leonardo, Roger-Miles, había una reproducción de la colección Charpentier de la que se sospechaba que era una segunda Gioconda pintada por él, la que fue precisamente entregada finalmente a Francesco del Giocondo?

Pero la opinión generalizada era que Leonardo nunca entregó el cuadro a Francesco y que lo guardó para sí, entregándolo después al rey de Francia Francisco I mediante testamento, asegurando así, conscientemente o no, la eterna conservación de su obra predilecta.

Otra hipótesis es que Leonardo pintó a Lisa y entregó el retrato a Francesco. Éste es el cuadro que describe su biógrafo Vasari, pero que Leonardo hizo una copia, cambió los rasgos, los idealizó y se lo llevó a Francia: El primer retrato se habría perdido, el segundo es el que conocemos y admiramos.

A mí solamente me dieron la reproducción que tenía delante de mí, aquel estudio maravilloso y ninguna explicación, nada de nada, sólo una ilimitada confianza en mis habilidades para llevar a cabo con éxito mi cometido, la promesa de salvaguardar mi vida, si fuera necesario, más una más que sustanciosa cantidad de dinero.

Ahora comprendía que no hacía falta invertir mucho tiempo. Yo, en realidad, sólo iba a añadir un detalle al cuadro de Leonardo, aunque ello requiriera una gran pericia para que no se notara que mi aportación era una impostura. Menudo detalle. Tenía que pintar pues, como si utilizase sus mismos trebejos.

Él, recuerdo, solía tener en su mesa de trabajo, trozos de madera con largos y afilados bordes, trozos de carboncillo, yeso, un cesto con huevos, aceite, montones de pieles grises y blancas de armiño con agujeros donde los pelos habían sido arrancados, plumas de buitre, de ganso, las más delicadas de tórtola, polvo amarillo, marrón oscuro, pequeños pinceles, alguno hecho con pelos de piel blanca de armiño insertados uno a uno en la pluma cortada y afilada... éste, me dije, era el más idóneo para pintar lágrimas... tierra de Siena... Para lograr, por ejemplo, el color de la piel humana usaba el color “cinabrese”, el ocre, hecho con una mezcla de blanco de cal y el más leve tono de ocre rojo.

Los colores oscuros los pintaba primero, después los tonos medios, y al fin, los tonos más claros, capa sobre capa... Se sabe fue un innovador acumulando capas de pintura de oscuridad decreciente para que la inferior se transparentase consiguiendo así, mediante la alternancia de luces y sombras, una ilusión de relieve.

Leonardo lo manifestó así:

“Luces y sombras son los medios más seguros de percibir el perfil de un cuerpo, porque un cuerpo de la misma claridad u oscuridad no creará relieve, sino que dará la impresión de ser una superficie plana”.

Fue el inventor de la técnica del “sfumato” con la que eliminaba las líneas separadoras suavizando los contornos que quedaban así difusos, difuminados.

Y hoy día, la postura en “Contrapposto” de la Gioconda, casi no nos llama la atención en cuadros ó fotografías, pero fue él el que la introdujo por primera vez en la pintura, logrando así una verdadera sensación de perspectiva.

Por otra parte, –aparté mi vista mental de la mesa de Leonardo- si se descubría el engaño, perdería mi libertad, mi reputación como artista tan arduamente ganada y según ellos, tal vez la vida. Pero, incomprensiblemente, mis pies seguían allí, frente a la Gioconda, sin la menor intención de echar a correr. Yo delincuente, yo en otra dimensión, yo en silencio absoluto con Leonardo como un poro dejado mágicamente junto a ellos fuera del tiempo... no podré salir de aquí, me decía, ¿Voy hacia algo nuevo dentro de mí? ¿Abro la puerta? La angustia se enseñoreó de mi estómago. Era el magma del miedo, emoción que visualizaba de color negro intenso.

Ellos sabían que no podía estar mucho tiempo fuera de casa y que tenía en breve una exposición de mis cuadros, aparte del cuidado de mi hija aún tan pequeña, pero al parecer no importaba el tiempo que llevara el asunto dentro de unos límites razonables.

Se planeó que para no despertar sospechas en René de que algo raro estaba pasando, organizarían tras la próxima exposición otra y otra si fueran necesarias, tenían al parecer medios para hacerlo, y de este modo mi actividad febril conllevaría por tanto más escapadas a la cabaña. Ellos se ocuparían de que ni por asomo René apareciera por allí y descubriera la mentira. Se ocuparían también, como en esta ocasión, de proporcionarme una persona de confianza, experta en niños, que cuidaría de Caterine en un espacio cercano mientras yo pintaba, de modo que pudiera atenderla en cualquier momento, si lo consideraba necesario.

Lo tenían todo planeado.

Tenía que resultar pues una tercera Gioconda que pareciera auténtica, pero esta vez con ella llorando. ¡Menudo encargo! Todavía no me lo podía creer… Me preguntaba si no estaría soñando.

Lo primero que hice, antes de acercarme al lienzo y empezar a pintar sin más, fue preguntarme qué es lo que podría haber hecho llorar a Monna Lisa, a Lisa Gherardini.

Conocía lo que se sabía en estos momentos sobre su historia y su relación con el genio.

Su familia era notable. Pertenecía a la pequeña nobleza de Florencia donde nació el 15 de Junio 1479. Su padre, fue el comerciante en lanas llamado Antón María di Noldo de Gherardini muerto cuando Lisa tenía 11 años, dejando a su mujer, Caterina, enamorada profundamente de su marido, en la más grande desolación. De hecho, ella, murió al año siguiente.

Su abuelo materno, Mariotto Rucellai, era tal vez en aquel entonces, el miembro más distinguido de su ilustre familia. Fue un famoso banquero, presidente del Gremio de los Banqueros en 1468, a los treinta y cuatro años de edad. A los treinta años ya estuvo al frente de la Señoría como gonfaloniere, hecho insólito por su edad. Fue uno de los consejeros de mayor confianza de Lorenzo de Médici.

Ella tenía 16 años cuando casó, y 24 cuando la empezó a pintar Leonardo en 1503.

Lisa Gherardini tuvo cinco hijos, más Bartolomeo, el hijo pequeño que tuvo el Giocondo con su anterior esposa ya fallecida, Camilla Rucellai, tía de Lisa, y una niña, Andoca, muerta en 1.499, cuando Lisa tenía 16 años.

Leonardo, a su vuelta de Milán a Florencia, había trabajado durante cuatro años en su retrato por encargo supuestamente de su esposo Francesco Di Bartolomeo Di Zanobi del Giocondo, un rico comerciante en sedas, viudo por dos veces antes de casarse con Lisa Gherardini, retrato sobre el que después, a lo largo de los siglos venideros, se han escrito ríos de tinta. Ella, por su casamiento, elevó más su condición social. Su marido tenía tratos con los Médicis.

Al parecer, el encargo del marido coincidió con el de Giuliano de Médici, si es que es auténtica la teoría de que Giuliano también encargó a Da Vinci un retrato de Monalisa. Giuliano de Médici, hijo del gran Lorenzo y hermano de Piero y de Giovanni, el cardenal, no había olvidado el amor de su adolescencia, Lisa Gherardini.

Por otra parte, ¿Fue una mujer, o era el rostro del mismo Leonardo el que se mostraba en el lienzo? Se preguntaban algunos teóricos sobre el tema.

Tenía que elegir una de las dos hipótesis. Opté por lo primero ya que me era más fácil adentrarme en la psiquis de una mujer que en la de un hombre.

Ante todo, siempre me había parecido de ella que su mirada era tan enigmática como su famosa sonrisa.

¿Qué es lo que estaba mirando de esa manera? O mejor dicho, ¿A quién dentro de sí?

Era como si se mirara a sí misma, y al mirarse, mirara a otro.

Al ser pintada sin cejas, de acuerdo a la moda en el siglo XVI florentino, esta mirada tenía todavía más protagonismo en aquel rostro que siempre se ha descrito como enigmático, pero que a mí siempre me había parecido, además de enigmático, algo siniestro. Verdaderamente inquietante, su mirada.

Recordé que tres años atrás, el mejor entendido en arte, Bernard Berenson, describió su encuentro con Monalisa y que la vió en ese momento como una mujer taimada, vigilante, segura, con una sonrisa y aire general de superioridad hostil.

Sonreí también para mis adentros recordando la opinión de George Sand, en el siglo XIX, vertida en el periódico “La Press”: Mona Lisa no era hermosa, era mofletuda, con poco pelo y una frente demasiado grande...

Después, me adentré en aquella época y empecé a imaginar por mi cuenta, tratando de ponerme en el lugar de aquella dama de la Italia del siglo XV.

Lo primero que me vino a la mente fue una mujer, pero no Lisa Gherardini, sino la madre de Leonardo, Catalina, y para ser más exacta, sus dos madres pues el artista fue arrancado de los brazos de ésta a los cinco años para pasar a ser “el hijo” de la segunda mujer de su padre, Donna Albiera, rica, bella, bondadosa, sin hijos, sustituta de Catalina, pobre, campesina, abandonada.

Es fácil imaginar lo que pudieron pasar madre e hijo, aún éste tan chiquito, ante semejante separación, aunque se sabe que esta segunda mujer del padre fue una auténtica buena madre para Leonardo.

No obstante el niño, con tan solo cinco años, por fuerza tuvo que acelerar su inteligencia, violentar, diría yo, su psiquis toda, para poder asimilar que otra mujer le hubiera arrebatado a su madre ocupando, para más desconcierto, su lugar junto a su padre. Que esa mujer, para colmo, fuese una buena madre para con él. ¿Cómo amar a la segunda sin traicionar a la primera? Debió de preguntarse aquella inteligencia precozmente disparada.

Mientras recordaba esto, casi podía tocar con mis manos el odio, la rabia dentro del niño contra su padre y aquella mujer, más la pena inmensa de Catalina, la campesina, por la humillación infligida a su persona por su propio amante, Ser Piero Da Vinci, el que luego iba a ser el prestigioso notario florentino. Y sobre todo, por la separación de su hijo, separación que tuvo que aceptar en aras del bienestar económico-social de Leonardo pese a que fuese hijo bastardo, aunque en aquella época la ilegitimidad de un hijo no era algo vergonzante, como en la actualidad.

Pensé por un momento pedir algo de lo seriamente escrito sobre Leonardo para refrescar aún más mi memoria, pero deseché enseguida la idea.

Quería, sin ningún tipo de influencia, “leer” una vez más la mirada de Monna Lisa e interpretar a mi manera lo que esa mirada depositara en mi espíritu, y a partir de ahí, pintar con entera libertad y sin miedo, sus lágrimas.

Tan sólo no pude evitar alguna frase del famoso ensayo sobre ella escrito por Walter Pater en 1869 en forma de poema...
“La suya es la cabeza para la que ha llegado el fin de los tiempos y sus párpados parecen un poco cansados”...
Odio, odio, qué hacen de mí... dónde está... mam... ¡mam!... bola oscura, mi carne... cuerpo de dentro, voy a estallar... Odio, odio se lo llevan... ella más bella que yo... mi hijo... la adorará... yo moriré en él... ¡Socorro!! ¡¡Socorro!!. ¡¡Socorro!!.
Y entonces, vinieron, libres, las imágenes.